miércoles, abril 18, 2007

Almas vacías - Capítulo 2 - Resurrección

En el suelo yacía lo que una vez fue su hijo. Estaba cubierto de sangre, muerto por segunda vez. El se encontraba sentado en la cama, mirando el suelo, con la mirada perdida.

En su mano, el hacha ensangrentada.

En su mente ningún pensamiento.

Pero sentía una terrible y pavorosa paz interior.

Se dejó caer hacia un lado y lloró. Sin ira. Sin pena. Lloró por el. Lloró por su hijo. Lloró por su vida. Lloró porque seguía vivo, y porque la vida a la que se aferraba era la antítesis de la existencia. Porque todo aquello que no debía existir se encarnaba en su hijo descuartizado a los pies de la cama en la que fue engendrado.

Y entonces, oyó el motor.

Era un ruido tenue, provenía de lejos, pero en el silencio que cubría la tierra de los muertos, sonaba como un relámpago cruzando el olimpo. En su mente se dispararon todas las alarmas. Si había un motor, había alguien conduciendo. Aquello podía ser su salvación o su condena, pero ya todo le daba igual. Además, no podría permanecer más tiempo en aquel piso en el que había matado a su hijo. Saltó de la cama y siguió las pautas del plan que ideó hacía ya mucho tiempo pero que nunca había llevado a cabo. Se vistió con unos vaqueros, un jersey de cuello vuelto, su cazadora de cuero y un par de botas. Remetió el pantalón por dentro de las botas, se puso sus guantes de motero, una bufanda alrededor de su cuello y sobre todo ello se colocó su casco de motocicleta. Al pasar frente al espejo del armario vio su figura de reojo y se sorprendió al reconocerse como un extra de película.

- Mad Max. Más allá de la cúpula del muerto - bromeó.

Sonrió.

En la cocina cogió el palo de la escoba. No serviría de mucho, pero hacía días lo había afilado y ahora era lo más parecido a una lanza que podía conseguir. Se colocó varios cuchillos en el cinturón y cogió también un tosco bastón que había comprado un día de excursión, no recordaba en que pueblo. Era irregular en su superficie, pero tremendamente grueso en la punta, casi como un bate de béisbol. Escrito en su lateral se leía "Libro de reclamaciones". Lo sopesó un momento en su mano y se sintió algo más seguro y tranquilo.

Corrió hacia el balcón y miró hacia la calle. El ruido parecía llegar desde calle arriba, y estaba atrayendo a la mayoría de los muertos vivientes de la calle, que casi quedó vacía., sólo un muerto le miraba, desde la acera de enfrente. Sin embargo, los que estaban agolpados contra su puerta blindada seguían golpeándola, por lo que salir por allí no era una opción. Sopesó la idea de saltar a la calle desde el balcón, pero incluso desde un segundo piso era tremendamente peligroso, sobre todo porque si se doblaba un tobillo, estaría a merced de esas cosas. No, tendría que bajar al balcón del primer piso y desde allí saltar a la calle. Tendría que hacerlo rápido, aquellas cosas se excitaban mucho cuando veían actividad.

Pasó por encima de la barandilla del balcón y empezó a descolgarse por fuera con cuidado. Gracias al cielo, aquellos pisos antiguos todavía tenían barandilla por delante de los cierres de aluminio. Ahora venía la parte difícil. Estaba en cuclillas, agarrado a su barandilla con el cuerpo colgando hacia el exterior. Tenía que bajar las piernas e intentar alcanzar el borde del cierre del piso de abajo. Con muchísimo cuidado, movió la pierna derecha y a tientas, buscó apoyo. Todavía no llegaba, tendría que soltar la otra. Abajo en la calle el muerto le miraba con ojos vacíos. El cristal de su casco se estaba empañando a causa del sudor y del esfuerzo. Contuvo la respiración y dando un pequeño empujón, soltó la otra pierna. Por un momento basculó y luego todo su cuerpo dio contra la parte inferior-exterior de su terraza. Si no hubiese llevado casco, se habría dejado la dentadura empotrada contra la pared. Ahora si, con la punta de los pies, rozaba los raíles del cierre del piso inferior. El muerto seguía todos sus movimientos con inusitado interés.

Soltó su mano izquierda y ahora ya podía apoyar mas o menos la planta del pié. Buscó algo a lo que aferrarse más abajo pero no encontró nada.

Notó como desde el piso de abajo dos manos agarraban sus piernas. Rosa, la pequeña hija del viejo matrimonio del primero estaba intentando morder sus tobillos a través de la dura piel de las botas. Presa del pánico, colgando de una mano, intentó patear la cara de la niña, pataleó, intentó alcanzar el bastón o la improvisada lanza que colgaba en su espalda, pero no había manera. La niña tiraba ahora hacia abajo de sus pantalones, mientras el seguía propinándole patadas en la cara, en los brazos, en el pecho. Ya no veía absolutamente nada, pero no por el casco, sino porque el terror le cegaba, un terror más profundo que cualquier sentimiento, el terror a morir, el terror a fracasar, un terror impulsado por un deseo de supervivencia que se abría paso a través de sus terminales nerviosos como una descarga eléctrica. A base de tirar, la niña había logrado bajar sus pantalones, dejando su pene al aire. Era cuestión de tiempo que al final, los dientes de la niña encontraran su carne, infectándole, maldiciéndole con la no-muerte. Pataleó ahora con más violencia aún, intentando a ciegas arrancarle la cabeza a patadas a aquel monstruo, mientras en la calle, aquel muerto que le observaba ahora extendía los brazos hacia el y aullaba también.

Entonces su mano se soltó.

Por un momento estuvo detenido en el aire, y con el se detuvo el tiempo. Luego braceó, intentando agarrarse a la nada, mientras caía hacia su muerte.

Cayó de espaldas, pero algo amortiguó el golpe. El muerto mirón. Sintió un tremendo dolor en todo su cuerpo, y cuando su cabeza por la inercia golpeó como un látigo, oyó un ruido de rotura seco. Sus cervicales protestaron y se sintió aturdido por un momento, quedándose sobre el cuerpo del muerto, con los pantalones por las rodillas y el pene al aire mirando una niña muerta que quería devorarle. Era una situación surrealista. En el primer piso, Rosa extendía los brazos hacia el, frustrada. El muerto mirón no se movía, al caer le había aplastado la cabeza con el casco de la moto, matándolo. Algunos de los muertos que subían la calle hacia el ruido, se giraron en su dirección y empezaron a avanzar hacia el. Rapidamente se incorporó y se subió los pantalones, asegurando el cinturón todo lo fuerte que pudo. Escuchó los gritos angustiados de Rosa y se giró hacia ella.

- Cariño, no puedo darte esto - dijo mientras se tocaba el paquete - me acusarían de pederasta.

Corrió hacia el ruido.

domingo, abril 01, 2007

Almas vacías - Capítulo 1 - Locura

Despertó y notó en la boca un sabor en el que se mezclaban el whisky y el vómito. La siguiente cosa de la que fue consciente fué del dolor. Había dormido en el suelo aquel día, y cada uno de los huesos de su cuerpo se lo estaba recordando.

Frio.

Dolor de cabeza.

Frio.

Los aullidos.

Cuando fue consciente de lo que estaba ocurriendo, se repitió como tantas veces antes que no podía permitirse perder el control de si mismo, ni siquiera por un momento. Un descuido podía suponer la diferencia entre seguir vivo y morir, o algo peor.

Se incorporó como pudo y fue hasta la cocina. Cogió una lata de atún en aceite y la abrió. En cuanto el tenue aroma del pescado llegó hasta su nariz, algo se contrajo en su interior, obligándole a vaciar el contenido de su estómago en el fregadero, sobre la pila de platos rotos, vasos agrietados, sucios, llenos de insectos que ahora tendrían una ración extra de alimento.

Limpió la comisura de sus labios con el antebrazo desnudo y deseó de nuevo que todo aquello no hubiese ocurrido. Que los muertos no hubiesen vuelto a caminar entre los vivos para alimentarse de ellos.

Como sus provisiones de alimento cada vez escaseaban más, limpió como pudo el vómito que había salpicado al atún y lo ingirió. Hacía tiempo ya que no intentaba pensar demasiado en lo que comía y bebía, de hecho, hacía tiempo ya que intentaba no pensar, sino simplemente seguir viviendo, sin esperanzas ni metas, sin planes de huida como los de los primeros días, sin intentar comunicarse con aquella cosa que permanecía encerrada en el dormitorio y que una vez fue su hijo.

Su hijo... ¿cuánto había pasado desde que murió? ¿un mes? ¿un año? Era dificil saberlo. Por aquel entonces la civilización, aunque se tambaleaba, no había desaparecido, no era como ahora. El ejército todavía patrullaba las calles, había luz eléctrica un par de horas al día, y el agua del grifo no era marrón, aunque por orden del ministerio de sanidad no se podía beber. Se podía salir a la calle a recoger las raciones y medicamentos de la cruz roja, se podía encontrar alguna persona con la que intercambiar noticias de sobre cómo iban las cosas en otros puntos de la ciudad. Sin embargo ahora aquel barrio obrero estaba vacio. Vacío de vida.

Pero repleto de muerte. Una muerte aterradora que gemía a cada paso, una muerte abrumadora en número, encarnada en los cadáveres de los difuntos recientes, que incorruptos e inhumanos vagaban buscando alimentarse de la carne de los vivos. Y quien sabe si de su alma.

De estos pensamientos le sacó un ruido de golpes. Su hijo.

No.

Su hijo no. Su hijo murió. Intentó desde el momento de su muerte olvidar su nombre, su cara, sus recuerdos, el sonido de su risa, su mirada agradecida cuando a veces se caía jugando y corría a buscar consuelo en sus brazos, el calor que emanaba cuando le abrazaba, el sentimiento que le desataba cada vez que le miraba mientras dormía.

Aquello no era su hijo. Y si lo era. Tenía que poner fin a aquella farsa, durante los últimos días le pareció que su hijo, al otro lado de la puerta, lloraba y que a veces incluso balbuceaba su nombre, y otras le llamaba papá...

Golpeó con su mano la pila de platos que había sobre el fregadero en un arrebato de ira, con lágrimas en los ojos y un vacio que se abría paso a través de su pecho. Volvió a golpear. La mano le dolía. Y golpeó de nuevo. El dolor era ahora casi insoportable. Golpeó de nuevo. La sangre se mezclaba con el vómito y los restos de comida putrefacta del fregadero. Cayó de rodillas y volvió a vomitar, no sabía muy bien si de amargura, si de dolor, si de asco...

A través del velo de sus lágrimas vió su mano herida, como manaba sangre de ella, como hacía un charco en el suelo de la cocina...

Y entonces la cosa del dormitorio empezó a gritar. El olor de la sangre le hacía gritar. Unos gritos inhumanos, expulsados sin control, el grito de la muerte reclamando su presa. Su hijo, al que antaño amó, ahora quería su sangre. Para alimentar su muerte.

- Ya voy, hijo... - murmuró - ya voy, Cristian, ya voy, ya voy - empezó a vendarse la mano con un paño de cocina - ya voy ¡¡¡ Ya voy !!! - ahora gritaba el también - ¡¡¡ YA VOY !!! ¡¡¡ YA VOY CRISTIAN !!! - esta vez estaba fuera de sí. Agarró el hacha para carne del soporte del juego de cuchillos y recordó por un segundo que se lo regaló su padrino cuando se casó, recordó incluso que bromearon imitando a Norman Bates con uno de esos cuchillos - ¡¡¡ YA VOY CRISTIAN !!!
¡¡¡ PAPÁ TE VA A CURAR !!!

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