domingo, abril 01, 2007

Almas vacías - Capítulo 1 - Locura

Despertó y notó en la boca un sabor en el que se mezclaban el whisky y el vómito. La siguiente cosa de la que fue consciente fué del dolor. Había dormido en el suelo aquel día, y cada uno de los huesos de su cuerpo se lo estaba recordando.

Frio.

Dolor de cabeza.

Frio.

Los aullidos.

Cuando fue consciente de lo que estaba ocurriendo, se repitió como tantas veces antes que no podía permitirse perder el control de si mismo, ni siquiera por un momento. Un descuido podía suponer la diferencia entre seguir vivo y morir, o algo peor.

Se incorporó como pudo y fue hasta la cocina. Cogió una lata de atún en aceite y la abrió. En cuanto el tenue aroma del pescado llegó hasta su nariz, algo se contrajo en su interior, obligándole a vaciar el contenido de su estómago en el fregadero, sobre la pila de platos rotos, vasos agrietados, sucios, llenos de insectos que ahora tendrían una ración extra de alimento.

Limpió la comisura de sus labios con el antebrazo desnudo y deseó de nuevo que todo aquello no hubiese ocurrido. Que los muertos no hubiesen vuelto a caminar entre los vivos para alimentarse de ellos.

Como sus provisiones de alimento cada vez escaseaban más, limpió como pudo el vómito que había salpicado al atún y lo ingirió. Hacía tiempo ya que no intentaba pensar demasiado en lo que comía y bebía, de hecho, hacía tiempo ya que intentaba no pensar, sino simplemente seguir viviendo, sin esperanzas ni metas, sin planes de huida como los de los primeros días, sin intentar comunicarse con aquella cosa que permanecía encerrada en el dormitorio y que una vez fue su hijo.

Su hijo... ¿cuánto había pasado desde que murió? ¿un mes? ¿un año? Era dificil saberlo. Por aquel entonces la civilización, aunque se tambaleaba, no había desaparecido, no era como ahora. El ejército todavía patrullaba las calles, había luz eléctrica un par de horas al día, y el agua del grifo no era marrón, aunque por orden del ministerio de sanidad no se podía beber. Se podía salir a la calle a recoger las raciones y medicamentos de la cruz roja, se podía encontrar alguna persona con la que intercambiar noticias de sobre cómo iban las cosas en otros puntos de la ciudad. Sin embargo ahora aquel barrio obrero estaba vacio. Vacío de vida.

Pero repleto de muerte. Una muerte aterradora que gemía a cada paso, una muerte abrumadora en número, encarnada en los cadáveres de los difuntos recientes, que incorruptos e inhumanos vagaban buscando alimentarse de la carne de los vivos. Y quien sabe si de su alma.

De estos pensamientos le sacó un ruido de golpes. Su hijo.

No.

Su hijo no. Su hijo murió. Intentó desde el momento de su muerte olvidar su nombre, su cara, sus recuerdos, el sonido de su risa, su mirada agradecida cuando a veces se caía jugando y corría a buscar consuelo en sus brazos, el calor que emanaba cuando le abrazaba, el sentimiento que le desataba cada vez que le miraba mientras dormía.

Aquello no era su hijo. Y si lo era. Tenía que poner fin a aquella farsa, durante los últimos días le pareció que su hijo, al otro lado de la puerta, lloraba y que a veces incluso balbuceaba su nombre, y otras le llamaba papá...

Golpeó con su mano la pila de platos que había sobre el fregadero en un arrebato de ira, con lágrimas en los ojos y un vacio que se abría paso a través de su pecho. Volvió a golpear. La mano le dolía. Y golpeó de nuevo. El dolor era ahora casi insoportable. Golpeó de nuevo. La sangre se mezclaba con el vómito y los restos de comida putrefacta del fregadero. Cayó de rodillas y volvió a vomitar, no sabía muy bien si de amargura, si de dolor, si de asco...

A través del velo de sus lágrimas vió su mano herida, como manaba sangre de ella, como hacía un charco en el suelo de la cocina...

Y entonces la cosa del dormitorio empezó a gritar. El olor de la sangre le hacía gritar. Unos gritos inhumanos, expulsados sin control, el grito de la muerte reclamando su presa. Su hijo, al que antaño amó, ahora quería su sangre. Para alimentar su muerte.

- Ya voy, hijo... - murmuró - ya voy, Cristian, ya voy, ya voy - empezó a vendarse la mano con un paño de cocina - ya voy ¡¡¡ Ya voy !!! - ahora gritaba el también - ¡¡¡ YA VOY !!! ¡¡¡ YA VOY CRISTIAN !!! - esta vez estaba fuera de sí. Agarró el hacha para carne del soporte del juego de cuchillos y recordó por un segundo que se lo regaló su padrino cuando se casó, recordó incluso que bromearon imitando a Norman Bates con uno de esos cuchillos - ¡¡¡ YA VOY CRISTIAN !!!
¡¡¡ PAPÁ TE VA A CURAR !!!

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